El sentimiento de infancia en la ficción, una experiencia de vida y arte

The feeling of childhood in fiction, an experience of life and art

María Esther Castillo García
Universidad Autónoma de Querétaro        
marescados@hotmail.com
Las ideologías nos separan, los sueños y la angustia nos unen.
Eugène Ionesco

 

Resumen
El tema de la infancia presenta muchas aristas en las expresiones culturales y estéticas, las reacciones empáticas para desarrollar una conciencia efectiva de la infancia o del niño como otro, se desarrollaron muy tardíamente, de aquí que su presencia como expresión literaria haya variado considerablemente en las perspectivas europea y latinoamericana. El trabajo que nos convoca en torno a la educación,  pretende aquí mostrar que la revelación del “sentimiento de infancia” en las narrativas mexicanas actuales es uno de los temas imponderables en el marco de una cultura literaria, que no se limita a las instituciones.
Palabras clave: Infancia, memoria, ominoso, literatura.
Abstract
The topic of children has many edges in cultural and aesthetic expressions, empathic reactions to develop an effective awareness of childhood or the child as other developed very late, hence their presence as a literary expression has varied considerably in the European and Latin American perspectives. The work brings us around education, intended here show that disclosure of the "feeling of childhood" in current Mexican narrative is one of the imponderables in the context of a literary culture, which is not limited to institutions topics.
Key Words: Childhood, memory, ominous, literature.
Fecha recepción:   Agosto 2012          Fecha aceptación: Septiembre 2012


Los escritores de textos literarios presentan el acontecer de la vida desde una mirada intersubjetiva en donde si bien  el privilegio de su saber emerge y se constituye a través del arte, no por ello se desvinculan de las acciones humanas que conforman el contexto de su realidad y la de los otros. El texto literario, sea o no la intención del autor, conmueve las más diversas emociones y pasiones. Si bien algunos libros se convierten en las compañías que elegimos en nuestro viaje por la vida, no se debe a que su lectura sucumba en la tradición de exclusión y negación en una equívoca tradición ética de consejas, cautelas y restricciones o dictados de censura y aislamiento; el acompañamiento se establece por una relación existencial a través de una importante virtualidad creativa. Al vincular la estética y la ética comprendemos que son dos caras de la misma moneda, una establece las herramientas del saber artístico y otra busca la coherencia de sentido. Los trayectos literarios suponen discursiva y ficcionalmente una apertura hacia una visión renovada del  mundo, una forma restitutiva de conocimiento que alude a las valoraciones de la representación artística. Así se estima la abstracción y empatía ante la presencia de la exquisitez de lo sublime, o ante los límites donde la transgresión y anuencia de los deseos provoca los  conflictos que hacen colisionar al individuo consigo mismo o contra los demás. La expresión literaria se piensa también como esa forma de antropología especulativa (Juan José Saer) que guía gran parte de la actitud de quienes persistimos en sus trayectos. Antropología porque toda literatura de ficción propone una visión del ser humano, y especulativa porque no es una afirmación absoluta. La creación y la interpretación  se conjugan a partir de una serie de conjeturas acerca de las posibles maneras de ser humano y de su mundo.

En tal tenor, nos avocamos a un tema que “da que pensar”, como asegurara el filósofo Paul Ricoeur ante el problema de la referencia y del carácter simbólico del lenguaje literario en donde la presencia de lo ausente funge como realidad en su propia naturaleza. Esta constricción codifica discursivamente el acontecer al establecerse como la premisa poética de donde parten las diferentes formas de representación artística. Al estudiar las figuras, imágenes y grafías que nos remiten a la infancia, hemos corroborado que los autores se fijan más en los seres melancólicos y padecientes que miran retrospectivamente la infancia como una revelación. Para unos la infancia responde a la naturaleza del objeto perdido, aunque sea dudoso que algo se haya perdido, para otros la revelación de la infancia proviene del encuentro terrible con la crudeza de una realidad, en este caso, el padecimiento se expresa a través de una estesis poética que no excluye su perturbador trazo realista.
Conviene ahora detenernos es una parte de la historiografía de la infancia en la literatura, pensemos arbitrariamente en el prefacio del Emilio, en donde Rousseau  asegurase que  “no se conoce nada de la infancia”,  esta premisa de la que parte el argumento de su escrito, más que reivindicar la niñez, mostraba una vacilación en contra de lo normativo prescrito en la época ilustrada en torno a la palabra educación,  llanamente  identifica infancia y  felicidad en el individuo primitivo en estado de naturaleza, bajo la marca del “buen salvaje”.  Ahora transitemos en el tiempo para considerar la infancia en el contexto de una modernidad fechada entre finales del siglo Xix e inicios del veinte, cuando el trayecto de la mirada sobre la infancia, pasa por muy diversas facetas a partir de contextos estéticos, sociales y culturales, pero sobre todo, psicológicos. De la niñez como mera etapa cronológica del ser humano, a la idea de “sentimiento de infancia” o infancia del yo, hay distancias abismales; los estudios han variado desde una valoración defectuosa que tachaba la niñez como una etapa “débil, estúpida o necesitada de juicio” (Rousseau), hasta otra mítica plena de leyendas fabulosas. En tal distancia se postula tanto la atribución de un pasado personal que alberga el sujeto anhelante con el ánimo de fundar la conciencia de sí, como la identificación entre infancia y  memoria en ligazón íntima con la imaginación; es decir, tanto se  piensa en la infancia como esa razón interior que constituye al sujeto, como en otras expresiones semióticas que dan cabida a la idea o al descubrimiento de que en la infancia está el origen de todo .
Desde el inicio del niño real que vemos, sentimos, compartimos, también sabemos de sus carencias en relación con la vida adulta; a partir del infante como figura estética, el pensamiento y las imágenes varían entre la idea de infancia  representada y la imagen de infancia primigenia como el descubierto umbral de la representación literaria (la propia infancia de la literatura).  Hay tantos saltos cualitativos que  transforman la historia, las tendencias, los códigos literarios y los estudios multidisciplinarios que sería complicado pensar que se tiene una respuesta ante las perplejidades de la cultura. Sin embargo, dentro de todas las postulaciones modernas respecto a la infancia permanece la idea de una fractura en la secuencia anímica, de una continuidad rota, que por ello se  ha convertido en objeto de añoranza en el desarrollo del sujeto y de la razón de la cultura. Efecto de esa etapa  apostillada como “sentimiento de  infancia”, son las conocidas novelas de aprendizaje que reconocemos asimismo con el término: bildungsroman, así consideramos Las tribulaciones del estudiante Törles de Musil, Demian de Hesse, El tambor de hojalata de Grass, como ejemplos de mentalidades en donde se origina y se revela la figura del sujeto vinculado a la infancia como ese volver al reino milenario.

La relevancia y coincidencia del concepto entendido como novela de aprendizaje ha rendido sus frutos en la literatura latinoamericana. En las letras mexicanas se puede rastrear desde el siglo Xix hasta nuestros días, el paso de todos los arquetipos infantiles pero es al llegar el siglo veinte cuando se captura otra percepción atenta a las búsquedas identitarias sobre la que se funda la atracción hacia la referencia infantil y adolescente,  Las buenas conciencias de Fuentes,  Las batallas en el desierto de Pacheco o Gazapo de Sainz, son ejemplos singulares en nuestra vasta producción narrativa, en tales novelas las imágenes de ese niño como “otro”, y del paso de esa edad del infante al adolescente concebido de una forma novedosa, tanto social como psicológica e ideológica, es que se muestra tanto la permanencia  del mito de infancia como esa “mirada hacia atrás” ungida por igual de nostalgia y precariedad, como también una muestra de las conexiones profundas con la psique del adulto y su otredad. En este sentido y de manera general, el adulto, convertido en narrador, al echar de menos un algo intangible, transfiere a la infancia y a la pubertad un cúmulo de proyecciones inconscientes. Según Lloyd deMause: ‘La historia de la infancia es una pesadilla de la que hemos empezado a despertar hace muy poco’  (en Cabo Aseguinolaza, 2001; pág. 29).

El sentimiento del yo niño, el adolescente, también es narrativizado desde muchas otras perspectivas, consideremos que al establecerse como muestra dominante de  premisas sociales, culturales y económicas en donde estos personajes responden a la tipificación de identidades en la “lucha por la vida” o de mera sobrevivencia en las sociedades actuales donde incluso tantos niños pequeños siguen siendo tratados y forzados como adultos en miniatura. La literatura, en este caso, ya no persevera en  la nostalgia de paraísos perdidos, el niño “otro” literario, cataliza muchas clases de miedos y de  angustias. Unos y otros revelan la preeminencia de otra clase de temores  a través de códigos tan diferentes como  el fantástico o el gótico y el estilo realista.  No obstante la diversa codificación estilística y genérica, al emerger la presencia reiterada de lo extraño y angustioso, hemos seleccionado un término: lo ominoso. La sensación, el presentimiento y la percepción así clasificables, responde a su propia contundencia y permanencia en ciertas expresiones artísticas contemporáneas de distinta índole y procedencia, lo ominoso característico en la literatura que estudiamos tiene que ver con la historia de la represión y también con la literatura del mal.

Es asunto obligado referir que la actualización de lo ominoso se funda, difunde y explaya a partir del ensayo escrito por Freud, intitulado precisamente como “Lo ominoso” (1919), en donde el problema principal giraba en torno a la angustia, Freud retoma el vocablo y estudia su devenir a partir de la sugerencia de Schelling sobre el concepto unheimlich: “`Se llama unheimlich a todo lo que estando destinado a permanecer en el secreto, en lo oculto, (. . .) ha salido a la luz´”.  La palabra alemana unheimlich es lo opuesto de heimlich (íntimo) y puede referirse a que algo es terrorífico precisamente porque no es consabido ni familiar. Lo importante es que no todo lo nuevo y no familiar es terrorífico; el nexo no es susceptible de inversión.
La pesquisa filológica del término ominoso que el psicoanalista llevase a cabo con tanta precisión, descubría la importancia de que eso indefinible u oculto pero que había sido en algún momento familiar, ya había sido trasunto literario en las narraciones de corte fantástico, así lo deduce y muestra a propósito de un cuento de Hoffman, “El hombre de arena”. Nosotros, en el acercamiento al tema y en relación  a textos literarios contemporáneos, seguimos corroborando que esa característica imagen ominosa  descrita por Freud, se plasmaba inicialmente en las historias que remiten a la infancia, como una presencia que básicamente provocaba el sentimiento de angustia, pues a pesar de que emergiera como figura emblemática, se mantenía difusa. El aparecer de una imagen paradójica porque es y deja de ser “habitual” se grababa en la imaginación de los personajes desde el más recóndito ámbito infantil, y a fuerza de repetirse en su propia ambigüedad  cobraba presencia durante toda la vida a través del recuerdo.

Las imágenes de recuerdos reprimidos, por otro lado, agradables o funestos signan gran parte del acontecer en los mundos narrados;  existe una natural vocación narrativa en el acto de recordar, como bien lo corrobora el proceder del psicoanálisis. Es así que las ficciones literarias organizan estéticamente las fábulas en donde los personajes adultos de repente recuerdan caras, fechas o eventos que signan su presente. A través de la narración  es posible hurgar y sacar a flote esas experiencias no gratas sino terribles, tales como haber sido víctima o testigo del abuso sexual o de haber sido golpeado, o moralmente afectado en la propia dignidad. El proceder narrativo siempre ha representado faces de memoria como Ball, Crewe y Spitzer lo establecen en el libro, Acts of memory (1999), los autores, desde diferentes campos indican  la relación entre trauma y olvido cuando los recuerdos de sucesos ocurridos durante un tiempo pasado repercuten fatalmente en el presente. Es evidente que el relato literario no remeda ni busca una forma de narración psicoanalítica, menos jurídica, pero sí confirma que el contexto en el cual el pasado hace sentido en el presente es cuando los otros pueden entenderlo, simpatizar con ese pasado del “otro” o responder con asombro, sorpresa, horror encuentra su correlato en la forma narrativa ficcional. La memoria narrativa ofrece alguna forma de retroalimentación que la ratifica, sin pretender que cuadros memoriosos “normales” sean por definición la forma de convocar efectivamente al “otro”, el punto es que pudiese lograrse. La necesidad de integrar eventos traumáticos del pasado confirma la comprensión de una memoria que también pertenece al ámbito cultural. Los relatos literarios, al incluir el componente dialógico a través de constructos tales como: narrador/narratario, descriptor/descriptario y autor implícito/ lector implícito, comunican actos de memoria. Al fundamentar la necesidad del escucha que actúa como ese confirmante que atestigua que lo doloroso no permanece confinado en la psique individual, provoca que la memoria se socialice y cunda como conocimiento/memoria cultural sobre los seres de tal tiempo y lugar.

Por su parte, el mal en la “literatura del mal” tiene asimismo su propio correlato. Hay situaciones en las que el escritor imagina, fabula y narra el mal con carácter de siniestro ligado a un  código del cuento fantástico o gótico al estilo de Hoffman, como el estudiado por Freud, o al modelo de los relatos de Edgard Allan Poe, y a los inaugurados por Franz Kafka. En tales expresiones estéticas,  lo que suceda dentro de una casa encantada no tiene relación en un contexto ligado al absurdo, e incluso ante aquello que nos perturba de una película de ciencia ficción o de horror en medio de la oscuridad  impenetrable.  Convengamos también que lo acecido en otros mundos desconocidos es diametralmente opuesto a aquello que disturba en lo estrictamente familiar; no es la presencia del “hombre de arena”, o la advertencia del “coco” lo que causa el disturbio, sino la presencia de lo familiar cuando sorprende de manera desacostumbrada. Digamos que hay diferencia entre el  sonido de unos pasos en la buhardilla o de algo debajo de la escalera, y la certeza de que alguien cercano gira el picaporte de la puerta y reclama silencio y obediencia para transgredir la inocencia. Lo siniestro fantástico se localiza justamente un momento antes del terror, lo siniestro realista se consuma después de ese momento. Lo potencial creativo en la imaginación fantástica, palidece frente a una situación de real sometimiento, injusticia y exceso. Podemos comprender el contexto en el que Freud escribiera el ensayo sobre lo ominoso después de que su hogar, su “homeland” fuera exactamente el lugar del peligro y la muerte, el espacio conocido se enajena, el microcosmos familiar se convierte justamente en el espacio más inseguro; todo lo funesto imaginario se convertía en lo real material, como también lo vislumbrara Kafka en todos sus relatos, no sólo en La metamorfosis.
La tradición de la literatura del mal, se difunde desde el libro, La literatura y el mal (1979) escrito por George Bataille en donde el filósofo y crítico literario cita obras y nombres de autores reconocidos para su meditación sobre el mal y la literatura, más exactamente, sobre la necesaria presencia del mal en una literatura “que es culpable”. El escritor reúne la obra de personajes tan disímiles como Emily Brontë, Baudelaire, Michelet, William Blake, Sade, Proust, Kafka y Genet. Cada uno de ellos –según Bataille- ilustra un aspecto del funcionamiento del mal en el arte literario, ese mal que niega y afirma el bien (“que es culpable”); la sentencia no obstante, se convierte en un predicado tradicional en el arte de la modernidad. Desde los estudios de Julia Kristeva (2010), Bataille también fue el único en vincular la producción de lo abyecto con la debilidad de una “interdicción”, existe una incapacidad para asumir el acto de exclusión en tanto el campo de lo abyecto afecta la relación sujeto-objeto; punto y aparte de que ciertas imágenes abyectas afecten sobre todo a las mujeres (vía matrilineal), lo interesante es que las imágenes tengan tanto poder sin llegar a diferenciarse como lo otro cuando amenaza lo propio, cuando podría vehicular el mal que aqueja las figuras mostradas a través de lo femenino. El filósofo Eugenio Trías, persevera en esa idea sobre el mal y lo abyecto perfilando lo que considera condición y límite de la belleza: algo siniestro –ominoso-, pero que, precisamente por serlo, se nos presenta bajo rostro familiar; aunque bien se evidencia en lo enunciado por Trías el seguimiento de la teoría romántica (Shelling) y la premisa freudiana, el escritor agregaría que es en la obra artística donde se traza un hiato entre la represión pura de lo siniestro y su presentación sensible y real. Al respecto del arte, Freud advertía que no obstante el referente en su ensayo partiera del ámbito literario, su investigación acerca de lo ominoso/siniestro se separaba de las funciones estéticas de la ficción, de aquí el interés de Trías que sí se circunscribe a las representaciones estéticas de todo tipo.

Ahora bien, consideremos qué de lo “ominoso”, la memoria y el mal es suma de premoniciones y actitudes vueltas realidades, y que trastornan el sentido identitario,  cuando hay resquicios para la duda; lo siniestro se desborda en las representaciones del mal y el malestar que apremia los argumentos novelísticos de muchos escritores jóvenes. Mencionaremos entonces fases y episodios en las novelas de Álvaro Enrigue (1969), Emiliano Monge (1978), Norma Lazo (1966) y Guadalupe Nettel (1973), cuyas propuestas son una muestra de pensar literariamente el sentimiento de infancia o de la infancia del yo en el ámbito mexicano contemporáneo. Las figuras relacionadas con tal premisa manifiestan un marcado sentimiento de angustia, desencanto y enajenación a través de un código biográfico, cifrado generalmente en los protagonistas. No está de más puntualizar que cuando nos referimos al género biográfico no afirmamos que la autobiografía de los autores estudiados sea la que se transparenta en referencia a la vida propia; el discurso, la fase enunciativa y descriptiva, provienen de una primera persona en donde se reproduce e imita un relato vivencial. Una parte de las fabulaciones originadas por esos escritores nacidos alrededor de los años setenta finca sus anécdotas en las grandes urbes, acentuando entre las carencias y fallas su profunda inhospitalidad. En otras ficciones la mirada se aliena e  introyecta para alojarse tanto en el cuerpo propio como el ajeno en donde el placer y el dolor se confunden.

Las figuras infantiles creadas por Álvaro Enrigue muestran el infortunio en su máxima expresión. En la novela Vidas perpendiculares (2008) el personaje Jerónimo da cuenta de una vida configurada por el repudio del padre, en tanto el odio que le profesaba producía efectos y heridas tanto más terribles que el amor de la madre no podía cicatrizar. Jerónimo es el adulto que recuerda una niñez en donde lo monstruoso es recordar el completo ciclo de sus “transmigraciones”: miembro de una tribu prehistórica, doncella griega en los primeros años de la era cristiana, sacerdote seglar en el Nápoles del siglo Xvii. La biografía de Jerónimo muestra asimismo la diferencia entre lo que se asienta en el diario materno y lo que él mismo deduce y recuerda: “No fue un buen recuerdo el que se le desató al contemplar la cara del hermano de don Eusebio, una cara levemente demencial con unos ojos demasiado verdes que parecían tener la facultad de partirle a uno en dos el cráneo” (pág. 27). A partir de ese primer recuerdo y las realidades que le siguieron “El cerebro de Jerónimo dejó de parecerse a los rápidos de un río que bulle y desemboca en el dolor –la memoria es un registro del sufrimiento cuando no miente- y empezó a figurarse como lo que es hasta ahora, un atascadero de monstruos” (pág. 64). Recuerda Jerónimo que cuando cumplió seis años, al tiempo de trabajar en el molino y tienda de la familia, había sido recluido a los cuartos para los sirvientes: “Recuerda el miedo a la oscuridad. La atroz espera del ruido del candado que cerraba por fuera la puerta de su cuarto (…) Miedo a los rechinidos de la cama (…) Ansiedad ante la falta de ventanas (…) Terror al estruendo del viento que reventaba en su techo (…) Pánico a dormir a la intemperie (…) Limpieza obsesiva de su cuarto…para que la propia mamá no lo deje de visitar a uno (pág. 68). La conclusión de ese atascadero de monstruos es que en cada reencarnación el lector es testigo de que el comportamiento humano es un juego de horrores al que se deben someter desde la edad temprana. Lo ominoso no es circunstancia experimentada por uno, sino por todos, lo ominoso entonces se muestra en lo cotidiano, y finalmente es lo que familiariza a la niñez. Severo, el compañero de juegos y desgracias, elabora una lista en donde se compendia y estructura satíricamente toda la niñez en tres partes: vejaciones, comparativo y compensaciones, sin importar fecha y lugar.

  1. Niño judío (Florencia, 1531). Vejaciones: Escupitajos y patadas fuera del gueto (…) Compensaciones: rápida recuperación patrimonial (…) Comparativo: Afuera del gueto se podía salir corriendo, de la escuela capitalina no (…) 2. Niña criolla de Curazao secuestrada por piratas (Mar Caribe, 1764). Vejaciones: Soledad y miedo. Síndrome de separación en términos absolutos. Comida repugnante. Autodepreciación y cancelación de la autoestima (…) Entrega a un burdel de Kingston cuando ya sabe más de lo que debería de la vida. Compensaciones: ver mundo, aprender en una noche todo lo bueno y todo lo malo (…) ‘Jerónimo fue en esa vida una fogosa Sor Juana que se comía la ese’ (…) Comparativo: Todo abuso estudiantil termina siendo sexual: el enemigo va siempre a los huevos o el culo (…) 3. Principito maya (Uztmakul, circa 300 de C.). Vejaciones: Jornadas de estudio de sol a sol a manos de sacerdotes cuyo prestigio descansa en el desprendimiento de un intenso olor a sangre humana solidificada en su cabellera (…) Compensaciones: Poder sobre la vida y la muerte de todos los demás (…) Comparativo: Certeza de que los sacerdotes no iban a sacrificar al príncipe en caso de crisis, mientras los maestros, lo primero que hacían era sacrificarlo a uno. El Old Spice de los profesores tampoco olía tan bien. (96, 97, 98, 99 100).

En otro extremo observamos las figuras de Guadalupe Nettel en su enunciación biográfica, rozando el mundo asolado de Enrigue, pero con la diferencia de que lo tenebroso procede tanto de los cuerpos estigmatizados, sobajados, ultrajados, en la opacidad del anonimato como también de la suma de aconteceres irresueltos, porque “la cosa” se ha adueñado del ser. El huésped (2010)  se aloja dentro y responde al  íncipit del libro que nos advierte sobre su gusto por las historias de desdoblamientos: “esas en donde a una persona le surge un alien del estómago o le crece un hermano siamés a sus espaldas” (pág. 13). Ambas imágenes resultarían paradigmáticas de un cuento de ciencia ficción o de horror si leemos sin ironía de por medio y suspendemos nuestra credibilidad, no obstante, tal advertencia se significa como el indicio de una complicidad que descubrirá la presencia de lo abyecto, de un marcado regusto por el mal, “atesorado” por una memoria relatada, que si bien  proviene de la autobiografía del personaje narrador, ya dispersa un olor hacia la “literatura del mal”, e incluso más lejos, a los recónditos o primarios intersticios preconscientes. “La cosa” (sustrato lacaniano de das ding –o la cosa en sí misma- propuesta por Kant) se aloja en la mente de Ana, la protagonista, que desde niña sentía ese algo inquietante con lo que sostiene una lucha silenciosa y devastadora. Alrededor de esa presencia se fraguan los acontecimientos de una vida, entre ellos las tragedias familiares y su existencia como adulta. Ana decide probar sus miedos y aversiones ingresando como trabajadora social en un instituto de invidentes, y es ahí en donde reconocerá la verdadera y premonitoria identidad de lo deseado y terrible, inasimilable, pero cercano para los seres “invisibles” que habitan las sociedades contemporáneas. Nettel presenta esta otra ceguera a través de un grupo de indigentes que trabajan y habitan en los túneles del metro en la ciudad de México y que constituyen un grupo radical contra los fraudes electorales en el gobierno la acción era llenar con excrementos una serie de sobres y de cambiar éstos por los que contenían  las papeletas de casillas electorales “para que los funcionarios cuenten bien los once mil doscientos sobres” (2010: 152). Las descripciones  de cómo Ana metía la mano en el costal y sentía la suavidad de la pasta entre los dedos para formar bolitas “tibias y chiclosas”, convienen con las apreciaciones de una realidad que se convierte en la propia realidad de Ana al pensar para sí misma  “la hermosura de lo asqueroso”; la narradora de Nettel concluye una cita en un gran letrero fluorescente: ‘Freak is Beatiful’ (pág. 153). Esta mención, al considerar su carácter conclusivo o punto final de la historia, tiene relación con esa “asquerosidad” estudiada y referida por Miller en Anatomía del asco (1988 ) y más aún con el punto de vista de Kristeva en Los poderes de la perversión, (1988), en donde la crítica propone que la existencia de “cosas” sencilla y puramente asquerosas, nos pueden sumergir en el “torbellino de requerimientos y repulsión”, para ella la abyección se explica “como aquello que perturba la identidad, el sistema y el orden”, la intención de Nettel, asumimos, consiste en fabular eso “otro”,  lo que transgrede los límites, las posiciones y las reglas, lo que permanece intermedio y ambiguo; “su síntoma –afirma Kristeva- es el rechazo y la reconstrucción de los lenguajes” (63-64), tales lenguajes o códigos configuran la respuesta de los sustratos sociales “otros”, en la impugnación del estatus quo. En tal enlace interpretativo subyacería también la propuesta de Goffman en relación al Estigma (1993). Un ominoso retorno de un gremio estigmatizado se simboliza en  El huésped, pues no es sólo la presencia ominosa de “la cosa”, también la comunidad de invidentes en el instituto, como la ceguera social frente a esos otros seres “invisibles” que habitan en el Metro, esos otros huéspedes resultan una muestra evidente de lo que culturalmente se rechaza porque “contamina”. Otro microcosmos adquiere y expresa un nuevo lenguaje de rechazo en otro sentido de lo ominoso que parte de la imagen de aquello primitivo que retorna. Ya que se incide en una “carrera moral”, se condiciona y modifica la conciencia del yo, pues ese yo se encuentra rodeado por un círculo que crea su propio mundo y por ende no participa en el mundo de los demás.

Emiliano Monge en Morirse de memoria (2009), presenta otro tipo de historia, ésta es una memoria colmada de culpa, represión y odio más contra el sí mismo y lo íntimo familiar, no contra un tipo de sociedad establecida que Nettel e incluso Enrigue impugnan. La anécdota es un delirio que suma acciones inconclusas antes de iniciarse: dos hermanos, uno en el féretro, el otro a su lado recordando para sí y para el hermano que murió  calcinado. El relato dentro del relato surge de la anotación de la serie de incidentes vividos e inventados con los que se puede recorrer el camino de la infancia, de su sentimiento, del maltrato, de la infelicidad siempre surgida en el mismo eje familiar: el padre enfermo, la madre histérica; salvo el abuelo, la única imagen digna de permanecer. El delirio se refleja también en la propia estructura de la trama al trastocar espacios, tiempos y discursos; podríamos  valorar esta forma narrativa como la clara manifestación de una memoria frenética en busca de inexistentes principios causales. El ejercicio de recordar para un sí mismo se esfuerza tanto que se reconvierte en la memoria del otro; es el otro el que regresa en la memoria del uno que la hace estallar. La imbricación memoriosa de los dos hermanos los unifica ficcionalmente, y por pura ley de la compensación se suplanta la vida por la muerte y la muerte por la vida ante ese, “tu cuerpo tendido” (pág. 47) ante ese, “gusto amargo de la carne calcinada” (pág. 49) La culpa se decreta por el simple hecho de que el que “debió” morir estaba vivo y porque el hermano fuerte ha muerto en su lugar; esta culpa, plena de sensaciones e imágenes reprimidas, hace que resuene en su cabeza el golpe del recuerdo: “quién serás si al irte tu memoria ha sido deslavada, si has perdido los recuerdos que nos hacían seguir unidos” (pág. 49) Aquí la infancia desmiente el destino que le aguarda, de la misma forma que veremos en la novela de Norma Lazo. En Morirse de memoria,el narrador reitera incansablemente lo que alumbra “la posibilidad de algo macabro que va a desvelarse en los segundos que se abren, que intentan las cosas decirme” (pág. 61) Lo ominoso se presenta como aquello preconsciente, primigenio, una inquietud premonitoria de lo aciago que siempre acompañó al hermano menor y que el mayor no vio venir, en ese supremo esfuerzo memorioso de “limpiarlo en reversa, ahora que no lo imagino, ahora que ya las hemos vivido podremos recorrer en sentido contrario esas horas” (pág. 80). Entre las imágenes de recuerdos de una memoria selectiva, se configura retrospectivamente una infancia que debe anclarse a partir de ciertos objetos materiales: la feria a donde los llevara el abuelo a jugar al tiro al blanco “tu arreglabas la mira en mi rifle, yo sólo le daba a los animales más grandes” (pág. 64); en los juegos mecánicos: “me obligaste a formarme a tu lado…no me soltaste ni un solo momento…sobre el vitíligo reluciente de los tubos habitaba en mi rostro la efigie del miedo, no pasa nada, repetías incansable, ya verás que no es nada, repetías incansable, quizás incluso te guste” (pág. 66) Un recuerdo del padre surge en la remembranza de una cacería en donde el narrador impide el disparo a un pájaro: “el único acto libre que he llevado a cabo, de lo que hice la única vez que el valor ha despertado mis latidos” (pág. 93) El atropellamiento de un perro en la calle, ratifica la diferencia de ánimo entre los hermanos, el llanto descubre al menor ante la histeria de la madre que al parecer había sido su estado permanente, pues en una ocasión “acabó con nuestros cuerpos, rompió las bicicletas (…) la luz plateada de la luna iluminaba nuestros golpes, café lucían las gotas que escurrieran de tu oreja y de mis labios…” (pág. 148). El sentimiento de infancia se estructura como un andamio que se yergue a partir de cada tramo: “Si he perdido las horas posteriores aún me quedan los recuerdos, nuestra infancia es el ancla que ninguna fuerza podrá arrancarle al suelo” (pág. 140).  Ese saber de infancia y de su impalpable pero implacable contundencia, atrae recuerdos que sólo el proceder reminiscente puede ordenar, para lograrlo están la invención, la imaginación o la destreza ficcional.

Hemos resistido memorias e ideas de infancia, hasta llegar a la novela, El dolor es un triángulo equilátero (2005) de Norma Lazo cuando las noches de un niño llamado Fabián se convierten en rituales de fantasía y de violencia expedita. Rituales que el niño de unos diez u once años necesitaba comprobar con su “polaroid”, para que las fotografías hicieran la diferencia entre lo que pudo ser y esto ha sido, para diferenciar entre los ruidos extraños y el trasfondo de los mismos. Fantasía porque el cartel publicitario del personaje “Blondie” (Clint Eastwood: en el filme, El bueno, el malo y el feo) presidía en el muro del ático que funcionaba como recámara, la imagen de Blondie le hacía sentirse fuerte y valiente, sobre todo porque como todo vaquero que se precie portaba un revólver. Ese objeto de serviría para defender un principio imponderable: “los hijos no tenían que repetir las historias de los padres, [yo] podía romper los eslabones de esa cadena que según mamá era inquebrantable” (pág.17). Repetimos violencia y pesadilla, porque una noche baja al cuarto de los padres para descubrir lo indecible:

“Atisbé por la cerradura. Recorrí la habitación hasta donde mi campo visual lo permitió: la gran cabellera de Mamá cubría su rostro, su cuerpo estaba replegado hasta el fondo de la cabecera y las manos se entrecruzaban como si intentara ocultarse de alguien. El cerdo caminaba desnudo y furioso por la estancia, moviendo los brazos, discutiendo; de pronto lo veía detenerse y colocar las manos sobre su cintura, echando la pelvis hacia delante; destacando el pene. Mamá retiró el cabello de su cara, tenía los ojos inflamados y las mejillas teñidas de rímel; pensé retirarme, pero fue cuando la tomó de los cabellos, la tiró al piso y la obligó a hincarse. Ató sus manos con una corbata por detrás de la espalda y la llevó a la orilla de la cama (…) Subí corriendo hasta el ático. El monstruo-puerta había dejado de existir. Las ideas fantásticas sobre los lamentos desaparecieron” (pág. 13)
Es tan coherente como previsible la escena que sigue: Fabián baja al sótano, toma el revólver del padre, y le dispara a matar. El chico es internado en un establecimiento psiquiátrico y cuando ya adolescente es liberado, se convierte en un fotógrafo de cierto prestigio al retratar rostros y cuerpos femeninos entre eróticos, perversos y pornográficos. Después el lector se enterará de que un cierto fotógrafo se ha suicidado dejando un legado importante: una parte es el proyecto documentado con fotografías que permanece guardado en un sobre intitulado “El círculo”; la otra parte es  una niña vecina (de unos diez u once años) que había de proteger frente a otras violencias que Fabián conocidas en el propio seno familiar. A partir de la anécdota sabemos que el dolor tiene metonímicamente esos tres lados iguales, equiláteros, representados por los tres personajes que sufrieron equitativamente: Fabián, su madre y la niña. Para lograr una congruencia en los tres lados del cuerpo geométrico y físico, Norma Lazo procede como nos lo enseñan en el colegio: traza el triángulo dentro de una circunferencia, éste es: el “círculo”, la palabra que intitula el proyecto  inédito. Con tal imagen, ahora retórica, la escritora da cuenta del abuso en las relaciones trianguladas, el vértice siempre será el mismo: la violencia.          
La lógica del relato, por otra parte, incluye la mención de otra serie de fotografías  adheridas a la pared del departamento de Fabián (las imágenes eróticas y pornográficas), tal como tenía el cartel con la imagen de Blondy, en aquel ático. Ahí se repetían las imágenes de una modelo tan pálida como la muerte, posando siempre igual: “la boca entreabierta exhalando un último respiro de vida, mirada álgida, cabello y pubis oscuro como las alas de un cuervo, las piernas separadas, y en contraste con el resto de su cuerpo, cierta calidez en ellas” (pág. 41).
En el traslado de la infancia a la adultez, Fabián logra “romper el eslabón” que la madre aseguraba inquebrantable, al mostrar que la serie de atropellos perpetrados no lo habían convertido en un ser despreciable como el padre, de ahí que proteja a una niña que simpatizaba con él y que a cambio de pagarle a la madre ésta la dejaba tranquila. Los programas narrativos convergen como historias transgresivas, la del fotógrafo y la de la niña asmática, hija de la portera quien frecuentemente “castigaba su rebeldía” escondiéndole el imprescindible broncodilatador durante algunos minutos:
“que parecías horas, era difícil conciliar el sueño con la respiración fragmentada, creía que al quedarse dormida moriría por asfixia (…) la niña despertaba con deseos de venganza, corriendo hacia el departamento del fotógrafo. La Madre la perseguía, pero frente a él no se atrevía a reprenderla, el dinero que le daba por fotografiar desnuda a la menor era suficiente para disimular el coraje que originaba su desafío” (pág. 44).
La portera consentía una situación que no existía, pero que ellos le hacían creer, con el ánimo de que dejara en paz a la pequeña. El dolor se concentra en la avaricia de la madre creyendo vender el cuerpo de su hija. Este supuesto configura y presenta una situación que alguna crítica consideraría parte de la literatura postmoderna cuando en realidad es historia antigua. Antes se hacían pesquisas documentales, hoy estas realidades avasallan mediáticamente.
La novela presenta otra tercera historia, la de un anodino repartidor de pizzas que sirve de correlato para dar curso a la fábula principal del fotógrafo suicida. La niña precoz porque gusta de entrometerse en la vida de los inquilinos más el archivo de fotografías guardadas en el departamento que nadie quería habitar ante el prejuicio de una muerte transgresiva, que relaciona los principios causales para que el lector pueda hilar las vidas relatadas. El correlato del repartidor de pizzas enlaza con poca fortuna otra anécdota innecesaria, ambientada con  las características escenográficas de un cuento gótico.
Si lo importante es que algunos niños aprenden a no esperar nada pues como afirma el narrador: “el tamaño del dolor es proporcional a la magnitud de la esperanza” el mensaje queda descifrado. Y esta dilucidación conviene a una infancia ultrajada.

En la obra de los cuatro escritores estudiados aparece superpuesto a la infancia del yo un “yo estigmatizado” del adulto que recuerda la infancia como el legado identitario entre “compañeros de infortunio”, este legado es el que los escritores rescatan en el parecer de una respuesta en donde la experiencia relatada es una influencia del mirar cotidiano hacia el mirar ficcional. El lector actual, igual que el escritor, no “se identifica” con los personajes, sabe que la ficción es ficción y que la vida va más allá de ella, no obstante, también sabe que el escritor crea a partir de vivencias en donde “no todo es literatura”, y esta confirmación redunda en la información que nos circunda y golpea sensiblemente. Antes hablamos de esos compañeros de infortunio vueltos personajes que recuerdan una niñez porque entre todos ellos se conforma el referente de lo ominoso y la ignominia,  la “cosa” primigenia y presentida antes de materializarse, y su materialización en el ultraje familiar. Sabemos que la fantasía habita en los sueños, en los miedos nocturnos infantiles cuando ese algo se agazapa tras la puerta, pero es que los monstruos de veras existen, esa es la sorpresa reservada incluso para los mismos narradores porque no habían sido contadas, pues es hasta la adultez cuando se revelan en toda su intensidad. Contar el dolor en la infancia no es ciertamente un proyecto de literatura calificada de apocalíptica (Kristeva, 2010: 277), aunque roza la frontera ‘frágil’ donde las identidades son ya borrosas: dobles, heterogéneas, metamorfoseadas, alteradas o abyectas; sin embargo, hay otras formas extremas de descender al infierno que no nos ahorra nada en la órbita de la abyección.

Finalicemos este balance en la fuente de inquietud de las emociones, de los principios, de la forma que  adopta  la noción del desprecio, del dolor, del maltrato, del estigma,  en donde se puede coincidir en la indiferencia de estos ámbitos y que la inercia fuera la razón por la cual se regulan las condiciones del trato que damos a los demás.
La realidad de la infancia glosada en los textos no habría de quedarse en la cosificación, en la anulación, debería redundar en la práctica de una educación literaria como  imperativo ético y político para autores y para lectores, pues si bien las presencias literarias no ofrecen soluciones, sí contribuyen al hacer sentido que se materializa como presencia a través de la memoria del otro en su trayecto cultural e histórico. Las realidades discursivas denotan y connotan  experiencias de desafío y de réplica en el proceso de adquisición y conservación de estatutos, que de manera similar exponen las categorizaciones de lo ético en otras disciplinas o academias como pueden ser las sociales, las pedagógicas o las psicológicas. La lectura que los mismos autores se proponen a sí mismos en tanto escritura refractada sobre su subjetividad, también  supone un diálogo necesario en el movimiento de las emociones en su mutua disponibilidad.
Llegados a este punto habría que preguntarse nuevamente acerca de los escritores en la elección de estos temas, que si bien no son los “escritores de la crueldad” (Ovejero, 2012) sí que habría lectores que buscan visiones más apaciguadoras, “paraísos literarios para refugiarse de la fealdad del mundo”, una respuesta la ofrece Agamben, cuando comenta acerca de esos autores que van más allá y miran la actual oscuridad de su época, se sumergen y la muestran. “Negar la oscuridad es negar el presente para refugiarse en algún paraíso que nunca se da aquí y ahora, que sólo puede existir en un tiempo inalcanzable” (Ovejero, 2012; pág. 87)

BIBLIOGRAFIA
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Bal, Crewe & Spitzer. (1999) Acts of memory –cultural recall in the present, USA: Dartmouth College.
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Cabo Aseguinolaza, Fernando. (2001) Infancia y modernidad literaria. Madrid: Biblioteca Nueva.
DeMause, Lloyd. (1982) Historia de la infancia. Madrid: Alianza Editorial.
Enrigue, Álvaro. (2008) Vidas perpendiculares. Barcelona: Anagrama.
Goffman, Erving. (1993) Estigma -La identidad deteriorada. Bs. As.: Amorrortu.
Kristeva, Julia. (2010) Los poderes de la perversión. México: Siglo XXI.
Lazo, Norma. (2005) El dolor es un triángulo equilátero. México DF: Cal y Arena.
Monge, Emiliano. (2009) Morirse de memoria. Madrid: Sexto Piso.
Nettel, Guadalupe, (2010) El huésped. Barcelona: Anagrama.
Ovejero, José. (2012) La ética de la crueldad. Barcelona: Anagrama.
Trías, Eugenio. (1984) Lo bello y lo siniestro. Barcelona: Seix Barral.